Super pectus tuum gradieris et terram comedes cunctis diebus vitæ tuæ.
Génesis III, 14
I
El semáforo estaba en amarillo, pero Mariana no quiso esperar a la siguiente luz verde, iba atrasada al liceo y le avisarían a su apoderada. Atravesó corriendo entre un concierto de bocinas iracundas y gruesos improperios. Ella sólo dio vuelta la cabeza mientras se reía de su propia audacia, pero no alcanzó a percatarse de la cuneta que se alzaba en su camino.
Cayó sobre la acera con todo el peso de su cuerpo. Se miró los codos sangrientos y se lamentó con una chuchada. Un niño pasó a su lado de la mano de su madre, y soltó una carcajada. Humillada por el cabro chico, Mariana se quiso parar, pero algo se lo impidió.
Era como si de pronto hubiera perdido la capacidad de incorporarse. De estómago sobre el suelo, intentó un par de veces apoyarse sobre sus manos rasmilladas. Probablemente estaba un poco molesta por la burla del chico. Se apoyó nuevamente, pero no pudo. Se le ocurrió que algo le había robado la fuerza suficiente para levantarse. Qué ridículo. Intentó una vez más, y ésta sería la última, ya que al no lograrlo, la joven empezó a desesperarse.
Su propia teoría empezó a convencerla cuando se dio cuenta de que, si bien podía mover sus extremidades, seguía echada sobre la acera en contra de sus esfuerzos, con el vientre pegado al suelo.
Mariana vio a su alrededor los pies de la gente yendo y viniendo en sus actividades cotidianas. Pies de oficinistas, pies de escolares, de niños, de turistas, de nanas, de carabineros, de vendedores ambulantes, de dueñas de casa. Entre aquellos pies diligentes, distinguió los de sus amigas y compañeras de liceo. Quiso llamar su atención, pero pasaron de largo.
Ya resignada y tras un último fracaso, la invadió un llanto inquietante como el de un bebé anónimo en la mitad de la noche. No obstante, nadie acudió en su ayuda. Fue aun peor, ya que sus lágrimas y mocos y sangre, al caer disolvían el cemento de la acera, transformándola en una especie de arena movediza que se la empezó a tragar con cierto placer.
II
Mariana despertó de súbito, a eso de las cuatro de la madrugada. Hacía un calor infernal, típico de las noches de enero, pero no era por eso que la empapaba un sudor helado. Además, el corazón le galopaba en el pecho, y como no logró volver a dormir, no halló más remedio que levantarse.
Abrió la ventana de su pieza y vio el cielo aún oscuro y salpicado de estrellas que vigilaban la ciudad durmiente. Pensó en su pololo, que hace una semana y media se había ido a la playa con sus amigos; ella se le reuniría con sus amigas a la semana siguiente.
El susto del mal sueño ya se le había pasado, pero prefirió no arriesgarse a bajar al refrigerador por un vaso de néctar de manzana. En su despertador iban a ser las cinco y empezaba a clarear, pero era demasiado temprano ‑más aun estando en vacaciones‑ así que probó suerte una vez más. Cerró la ventana y encendió su lámpara, pero se sintió tan ridícula que la apagó al rato. Se echó sobre las sábanas y pronto quedó dormida.
No volvió a soñar y despertó pasado el mediodía. Bajó a la cocina y leyó la nota que le había dejado su mamá antes de irse al trabajo. “Mari, hoy vuelvo tarde. Te dejé un poco de arroz. Cuídate”
En efecto, quedaba como un tazón de arroz, así que lo coció, abrió un tarro de jurel y se arrellanó en el sillón para almorzar. Encendió el televisor, y se puso a mirar los programas veraniegos de farándula. Allí estuvo, informándose de los amores y desamores de mánayers, modelos y futbolistas, hasta que recordó que había quedado con sus amigas de juntarse en el centro. De modo que apagó la tele, se duchó, se vistió y salió a la calle.
Caminaba despreocupadamente, desafiando al sol de la ciudad, que buscaba de mil maneras cegarla reflejándose en los autos, los edificios y las vitrinas. En la plaza divisó a unas chicas; a lo mejor eran ellas. Iba a atravesar la calle para alcanzarlas, pero la luz amarilla la instó a esperar. Estaba de vacaciones, no había apuro. Se fijó en las muchachas; efectivamente eran ellas. Se sonrió al verlas buscando a alguien con la mirada, seguramente a ella. El semáforo le dio al fin su turno para cruzar, y ella apresuró el paso.
Estaba a punto de saludar a las chicas con la mano cuando se tropezó en la berma.
Miró la sangre que salía de sus codos y profirió una chuchada. Entonces, recordó. Los rasmillones, los pies presurosos de la gente, la risa del infante. Recordó casi todo pues prefirió no acordarse del resto. Trató de incorporarse, pero no pudo. El horror sobresaltó su corazón, pero ella intentó alejarlo. No podía ser igual. No era igual. En el sueño, ella estaba yendo al liceo, aquí no. Aquí, la gente la veía (aunque ninguno la socorría) y las madres regañaban a sus hijitos por ser maleducados y reírse de los demás. Aquí, ella había esperado a la luz verde para cruzar.
Lo intentó nuevamente. Casi lo consiguió, pero ella pensó que sólo le faltó impulso. Se apoyó sobre sus manos y volvió a recordar. Las risas de niños, la indiferencia de la gente, sus propias lágrimas y aquel horrible fango. Sin embargo, esta vez, a medida que recordaba los sucesos de su sueño, éstos ocurrían aquí.
Mariana gritó como si en eso se le fuera la vida, y agitaba los brazos para pedir ayuda. Quizá podría llamar la atención de sus amigas, que la seguían buscando. La muchacha quiso creer que esto también era un sueño, por lo que intentó de todos modos despertar.
Las lágrimas sólo la dejaron ver cómo la luz se cerraba sobre ella, mientras la gente seguía caminando, mientras los niños seguían burlándose, mientras sus madres los seguían regañando por burlarse de la desgracia ajena.
FIN
______
Este cuento lo escribí en el colegio para un concurso donde saqué un lugar. La única vez que la literatura me ha dado de comer... probablemente chocolates y/o copete para nuestras alcoholizadas juntas de grupo curso.
1 comentario:
veo que eras un liceano muy kafkiano! bacán el texto :D
Publicar un comentario