Uno puede definir a una persona por su aspecto, su nombre, qué hace, qué come, dónde vive. Sexo, edad, ocupación. Gustos, intereses. El perfil de una persona lo podemos hacer caber en media plana. Otros más "trascendentes" necesitan uno o varios tomos, con tapa dura y en papel couché.
Sin embargo, también se puede definir a una persona por todo aquéllo que no es, y esto sería quizá una definición más sincera. La misma palabra
definir nos remite a los fines, las barreras y lindes arbitrarios que uno o lo demás coloca a nuestro ser. Una piel impermeable que nos mata suavemente, como dice una canción.
En un mundo abierto, lleno de posibilidades, uno acaba siendo bastante limitado. Uno piensa, hace, come y dice casi lo mismo todos los días. Uno se junta más o menos con la misma gente a hablar lo de siempre, ejecutando las mismas contorsiones vocales, caminando por la vereda o sentado en un mueble de cuatro patas.
Las posibilidades se domestican a fuerza de machacar la sensibilidad propia, en favor de un acostumbramiento de todos con(tra) todos, cada cual en su posición dentro del mapa sociológico. El ser potencial deviene carne ritualizada. ¿Para qué? No lo sé, pero todos lo hacen, así que debe haber un fin mayor, o en su defecto algún mal menor. En última instancia, uno lo hace para no sentirse solo.
Finalmente, la costumbre, que no es otra cosa que la represión disfrazada de cultura o tradición, nos seduce y nos atrapa. El golpe del martillo es música, una letanía que nos mueve las patas sin que siquiera nos demos cuenta. Y nos gusta. Deseamos la costumbre porque nos da vértigo echar un vistazo a las infifnitas posibilidades que siempre están pero que pocas veces vemos. Y cuando uno las ve, se hace el gil.
Por supuesto, esta manera de ver las cosas la planteo desde mi experiencia de haber sido yo (y sobre todo, no haber sido otros) durante todo este tiempo. La extrapolación a sus propias circunstancias corre por cuenta propia.