Una mañana de
verano bajaba al centro en la 45 amarilla, ésa que pasa por el camino al mar. Al
ser una carretera, cuando entra en ese tramo la micro toma velocidad, y si es
una micro antigua, como la de aquél día, entonces ésta comienza a quejarse de
sus placas de metal sueltas, sus tornillos rodados, sus vidrios flojos.
Yo iba leyendo
Tiempo, realidad social y conocimiento de Sergio Bagú, un libro medio fome de
esos que a veces me da por leer, cuando al entrar al camino al mar, de entre los
lamentos seniles de la máquina distinguí un zumbido extraño. Era como un tábano,
pero mucho más fuerte. Me asusté un poco y puse ojo al charqui. El sonido venía
de la ventana, y lo que fuera que lo producía estaba cubierto por una cortina.
Para colmo, el zumbido se hacía más y más vehemente mientras la micro corría
por la carretera.
De pronto, en
cosa de medio segundo, vi que un bulto salía desde detrás de la cortina y
volaba directo hacia mi cara con su murmullo infernal. Por suerte atiné a
agarrar el libro que tenía en mis manos para desviar al monstruoso bicho. Éste
cayó al suelo, donde dio un par de vueltas agónicas antes de morir. Era un
insecto, efectivamente: una especie de abeja o chaqueta amarilla de unos quince
centímetros de longitud, con alas gruesas en las que se notaban venas de color
violeta.
Tardé unos
segundos, no sé cuántos, en reaccionar. Miré el libro. El golpe había destruido
la portada y como cincuenta hojas interiores. Además tenía aquí y allá unas
gotitas violáceas: la sangre pegajosa del avispón. Asqueado y consternado, tiré
lo que quedaba de la obra del señor Bagú y me bajé de la micro para continuar
el resto de mi trayecto a pie.
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