I
Una tarde de diciembre, entre la navidad y el año nuevo, había un hombre sentado en un banco de la plaza. Tenía más de sesenta años, pero no los aparentaba. Las arrugas escaseaban en el rostro de este hombre que llevaba una vida de trabajo honrado y comida sin sal, además de una rutina que lo tenía en pie a las cinco de la mañana y lo acostaba no más allá de las diez de la noche –o de la tarde, según la estación. Pero las canas eran más porfiadas, y este hombre tenía el pelo completamente blanco, lo cual no restaba fuerza a las formas de su cara. Se veía un hombre serio y ecuánime, todo un miembro útil a la sociedad, pese a haberse jubilado unos años atrás.
El caso es que este hombre observaba a los adolescentes que se reunían alrededor de la pileta, veía cómo jugaban, cómo se besaban las parejas, cómo se reían de los transeúntes. Se entretenía en imaginar los sueños de esos jóvenes. Qué será de estos chicos en diez años más. O en cinco, si algunos ya tienen barba. Ay, Dios, cada vez crecen más rápido.
Estaba mirando a una muchacha que arrojaba a su amiga al agua de la pileta, cuando se le apareció un viejo de frente a la escena. Lo primero que hizo tras reaccionar de su sobresalto, fue echar un vistazo de arriba abajo a la apariencia del anciano. Era flaco como un palo de escoba. Usaba un gorro amarillo de temporera bajo cuya visera brillaban unos ojos grises que titilaban como estrellas. Igual de débiles, igual de duraderas. Una barba nevada de una semana cubría su mentón prominente y sus pómulos se recogían como quien le da la última chupada al mate. Su camisa originalmente blanca comenzaba a mimetizarse con el bronceado de cantina, especialmente en el cuello. De las mangas no se podía saber, ya que lo cubría un abrigo azul y desgastado. Sus manos lucían uñas espesas y ribeteadas de tierra. Llevaba pantalón gris y bototos negros de colegial.
Todo esto, el hombre lo percibió en un segundo, dado que su labor en la municipalidad lo había acostumbrado a recibir muchas veces a esta clase de gente pidiendo trabajo, cualquier pololito más que sea. Él siempre los citaba para mañana o pasado, pero además les daba quinientos pesos para que pudiesen subsistir un día más, aunque sabía que con ello no hacía más que auspiciar su próxima cañita de tinto. Ya jubilado, aún solía llevar monedas de cien pesos en los bolsillos para los mendigos de la calle. Se había dado cuenta que con una o dos de estas monedas era suficiente para comprar su propia culpa, la satisfacción de quien las recibía, y además, evitar que lo tilden de tacaño.
Precisamente ya metía la mano al bolsillo cuando el viejo lo detuvo:
–Yo sé lo que a usted le pasa. Deje nomás y venga conmigo.
La voz del anciano lo paralizó. Tenía un acento extraño, hipnótico. Como si hace siglos, alguien hubiese esculpido su voz en una pared de roca y al tocar el grabado, sintiese ese instante lejano retumbar en todo su cuerpo. Y aunque jamás lo había oído, era como si lo conociese de toda la vida, o incluso desde antes de nacer. Un recado personal de un tiempo perdido o el abrazo de un viejo amigo. Mientras se enredaba en estos pensamientos, el anciano dio media vuelta y partió. El hombre, apenas capaz de creer que lo recién sucedido fuera verdad, sólo atinó a seguirlo.
Caminaron. El hombre siempre detrás del viejo, quien avanzaba a su propio ritmo. Eran como el flautista y su rata. Se introdujeron en calles añejas y solitarias, que el hombre recordaba haber recorrido no sé dónde diablos. Se metieron por un pasaje estrecho, y entraron a una casa. Era una fuente de soda. El viejo se sentó a la barra, y el hombre se ganó a su lado. La voz del viejo se encendió de nuevo, pero esta vez, soltó una frase de la que no entendió ninguna palabra. Y sin embargo, le parecía familiar. Claro, ahora se acordaba. La voz del anciano se parecía mucho a la de una nana que había tenido. Se trataba de una india, una mujer baja y redonda que en su temprana infancia los había cuidado a él y a su hermanita un par de años menor, mientras sus padres, profesores normalistas, trabajaban todo el día y ellos aún no iban a la escuela. Ahora lo recordaba más claramente, e incluso aquella extraña lengua. Por esas palabras, que ahora no le decían nada, sus padres echaron de la casa a la empleada. Cierto día, al regresar la madre de la escuela, los niños la recibieron con una frase en esa extraña lengua, que habían aprendido de su nana. Los niños no la volvieron a ver y olvidaron a punta de reglazos en el poto lo que les había enseñado esa india bruja.
Tras lo que pareció ser una orden del viejo, el mozo les sirvió sendos vasos de una bebida cristalina que el hombre no supo reconocer, dado que nunca había sido muy amigo de los licores. El viejo miraba su propio vaso lleno, como esperando a que su invitado haga los honores. Por eso, apremiado por su anfitrión, el hombre no se dio tiempo para sospechar de la chichita con que se estaba curando y se bebió el contenido de un solo trago.
El hombre sintió cómo la bebida le escocía las entrañas a medida que avanzaba por su esófago. El líquido era amargo, pero tenía una fuerte esencia de hierbas. De pronto, el suelo se remeció bruscamente. Un viento pícaro le dio vuelta la cara de una cachetada.
Al abrir los ojos, el viejo ya no estaba allí. En su lugar, un ave, por lo que alcanzó a observar, una bandurria, gritaba mientras se agitaba con violencia. El hombre, asqueado, quiso torcer el cuello para evitar ver esa escena tan desagradable, pero su cuerpo se había entumecido, como si una extraña fuerza lo hubiese atado con cadenas de viento, obligándolo a presenciar las temibles imágenes que luego sucedieron. El pájaro se zarandeaba tanto que comenzó a perder todas sus plumas. Alguna clase de fuego invisible lo estaba consumiendo. Pronto quedó enteramente pelado, pero a continuación sucedió lo peor: producto tanto de su agitación como de las llamas que lo acosaban, se le desprendió el pico, y luego las patas, y los ojos. Cuando la escena no podía ser más grotesca, las alas se le chamuscaron, y se fueron quemando desde las puntas hasta el torso mismo del desafortunado pájaro, que, por cierto, seguía profiriendo ya no gritos, sino alaridos de dolor y espanto. Un infierno sordo se había volcado sobre ese bicho inocente para desprenderle el alma del cuerpo. Finalmente, quedaron los huesos sobre las cenizas tibias de la bandurria. En eso, se acercó una figura humana. Era el viejo, quien, después de un gesto de amistoso reproche apenas perceptible en sus cejas, sopló el polvillo óseo en los ojos del hombre, dejándolo completamente ciego.
Sólo entonces, pudo ver.
Sólo entonces, pudo ver.
2 comentarios:
*O*
quedo a la espera de cómo sigue -muy bien escrito, un agrado leerlo, amigo!
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