Los chicos siempre me advertían que no me vaya por Baquedano, que jamás nunca me vaya por Baquedano, que es peligroso, que siempre andan pendejos choros, perros mala leche y cosas raras. A mí me cargaba la calle principal, llena de autos, de postes y paraderos. Llena de gente, apurada y con cara de pico en el día, borracha y escandalosa en la madrugada.
Los Carrera parecía especialmente prendida esa noche, no sé si sería por la fecha festiva o porque yo volvía agotado a mi guarida después de juntarme con unos amigos. El tiempo estaba bueno, sí, el cielo estaba despejado y la brisa era amable, pero tanta vida en las calles me abrumaba. Era imposible pasar piola (mi especialidad). Desde el otro lado de la calle un grupo de universitarios me saludó y empezó a cantar o a bramar, no era mucha la diferencia. Un poco más allá, una pareja ebria me llamaba a palmadas, probablemente con intenciones lujuriosas. Qué asco. Yo estaba cansado, sólo quería dormir, así que decidí ir en contra de las advertencias de mis amigos y bajé hacia Baquedano.
La soledad ejerce sobre mí un efecto apaciguador. Apenas vi la calle desierta mi pecho se relajó, mi visión se enfocó y mi paso se desaceleró. Tenía Baquedano sólo para mí. Caminaba feliz, respirando la frescura de la noche y parando a momentos para mirar las estrellas. No había perros, no había pájaros ni fantasmas. La Vía Láctea me masajeaba el cuello y la vereda me parecía una esponjosa alfombra que guiaba mis pasos hacia mi hogar.
De pronto, vi que dos tipos torcían en la esquina en dirección mía. No me asusté ni me sobresalté. Es más, viéndolos de lejos venir hacia mí, sentí una comunión con ellos al compartir fugazmente la placidez de la noche. Nos sabíamos camaradas anónimos y pasajeros sin siquiera tener que saludarnos o mirarnos. Éramos como esos astros errantes que cada mil años cruzan sus respectivas sendas sin mirarse, sin tocarse ni querer hacerlo, poco más que paisaje el uno para el otro. O eso pensaba yo.
Cuando íbamos a menos de cincuenta metros de distancia, los tipos me miraron de reojo. Uno vestía pantalón pitillo y camisa rayada, el otro llevaba polerón con gorro. Ahí yo presentí que algo iba a pasar. Me puse alerta y agaché un poco la cabeza, intentando al mismo tiempo maximizar mi campo visual. Diez, ocho metros, los tipos cruzan la calle. Frío eléctrico en las venas.
Me abordaron con una sonrisa maliciosa en el rostro. Yo me esforcé por mantener la calma. No pensé ni siquiera en dar pelea, porque aunque no llevaban armas, ellos eran dos y yo sólo uno, nada que hacer ahí. Quizá esperaban que les dijera algo, una excusa para desatar su brutalidad. No les dije nada, sólo echaba miradas furtivas no más arriba de sus bocas, delineadas en chuecuras que parecían estudiadas. Se notaba que eran malos de adentro, malos por aburrimiento, malos aficionados, excitados por el alcohol. Debí haberles hecho caso a mis amigos, Baquedano no es el camino más seguro para el que quiere evitarse problemas.
“Culiao hediondo, la huea’ fea”, creo que farfullaron, no sé, ahora ya ni me acuerdo qué quisieron decir, cómo o por qué. Me tenían cercado por todos lados y se fueron aproximando poco a poco, con sus ojos clavados sobre mí. Era la bisagra del acontecimiento, algo tenía que ocurrir. Algo bueno o malo, daba lo mismo, algo obvio o maravilloso. No, no, esas cosas no pasan, la magia no existe, está a la vista que de ésta no salgo bien parado.
Y pasó. No lo fantástico, no. Lo otro, lo que pasa todos los días y en cualquier lugar. Yo seguía dándoles el costado, cabeza semigacha, aferrado a la última hebra de esperanza de que podría pasar de largo y seguir mi camino. La inocencia terca frente al caos inminente. Abrió los fuegos el de pantalón pitillo con una pulenta patada en el muslo. Me dolió hasta el alma, pero en retrospectiva, fue el golpe más suave que recibí esa noche. El siguiente golpe vino del otro tipo: una patada el culo. Yo chillé con los dientes apretados, él se rió. Siguieron las patadas en el tren inferior hasta que me caí, entonces el repertorio fue más variado: patadas en el cuello, en la frente, en el pecho, en los riñones, en los omóplatos. Yo sólo cerraba los ojos e intentaba cubrir mi rostro. A esas alturas yo ya gemía con escándalo, pero nadie podía ayudarme, la calle estaba solitaria, tal como yo quería en un comienzo.
Sólo me quedó acudir a las estrellas, que habían permanecido como testigos de todo. Otra vez esa inocencia porfiada. Abrí los ojos a medias y miré un poco hacia arriba. Mi mirada se encontró con una estrella pequeña, tan chiquita que a ratos desaparecía. Me fijé en ella como si en cualquier momento me fuese a tragar, llevándome por un túnel interdimensional que me salvaría de la golpiza. Me centré en ella, la observé con intensidad, la estudié, la amé, la odié y la amé otra vez. Poco a poco, las risas comenzaron a oírse más lejanas. Quizá fue el efecto los golpes que aterrizaban en mis orejas, pero sentí que un ruido blanco se apoderaba de mis sentidos, inundándome el cerebro y las pupilas.
A partir de ahí ocurrieron cosas que me cuesta traer a la memoria, tanto por lo nebuloso de los recuerdos como por lo mórbido del asunto. Me poseyó una furia inmensa, era como un agujero negro, un concentrado compacto de energía que crece y crece absorbiendo la vida del mundo alrededor. De algún modo logré incorporarme de entre la ensalada de bototos. Mis gemidos lastimeros dieron paso a gritos, vagidos de un ente que había habitado durante toda mi vida en las fibras de mi carne. Gritando palabras sin sentido, me gané frente al de pantalón pitillo y le planté un mordisco en el antebrazo. El de polerón con gorro se sorprendió, pero de inmediato prestó ayuda a su compañero. Trató de que lo soltase, me agarró del torso e incluso se atrevió a intentar abrir mi mandíbula, pero yo no cedí ni un centímetro. Mis párpados no se cerraron por nada del mundo y creo que vi el miedo en su cara, incluso vi unas lágrimas asomarse por la esquina de sus ojos, lo que me excitó hasta la erección. El de polerón con gorro vio mi pene tieso y rojo, y me dio una patada en las bolas. No recuerdo si eso me dolió o me enojó, quizá ambas, pero el golpe me hizo soltar el brazo de su amigo. Le grité algo, sonidos inconexos, tal vez alguna maldición de una era imposible o acaso las mismas vulgaridades de siempre pero mal articuladas. La cosa es que retrocedió y se colocó en posición defensiva, cabeza gacha y eludiendo mi mirada. “¡Mírame!”, le grité, y me hizo caso. El otro se había caído al suelo, estaba sentado y presionaba su brazo contra el pecho, la sangre manchaba profusamente su polerón azul.
Entonces tuve un pensamiento terrorífico: tenía a mi presa y a un espectador emocionalmente involucrado, tenía el control y un escenario abierto a mis deseos, la oportunidad no podía ser más seductora. Una sonrisa maligna recorrió mi cuerpo, mi pichula estaba a punto de explotar. Le sonreí una última vez al de polerón con gorro y me abalancé sobre mi víctima. Le eché todo mi cuerpo encima, lo inmovilicé con mis manos y le hundí los dientes en el cuello. Sentí sus pálpitos tibios y húmedos en la punta de la lengua, latidos que luchaban en una danza agónica. Mi cadera, en un mecanismo autónomo, comenzó a seguir el ritmo con estocadas frenéticas que frotaban mi verga contra su cuerpo. Continué bombeando y bufando mientras el tipo del polerón miraba paralizado, seducido por el horror. El aroma era dulce y tibio, la sangre que iba bebiendo se me agolpaba en el glande y, al cabo de un minuto, el hombre y yo éramos uno solo, nos habíamos convertido en un aparato en el que la vida y la muerte fluían en círculo.
El espectáculo terminó cuando acabé. Derramé mi semen sobre su cuerpo inerte y sólo entonces relajé la dentellada. El que seguía vivo salió corriendo. No lo seguí, estaba satisfecho. En cierto modo había llegado a mi hogar. El tipo de los pitillos no sólo había pasado a ser mi presa sino también mi amante y mi cama. Después de cientos de miles de años, los astros finalmente habían chocado para dar curso y deriva a un acontecimiento maravilloso, productivo y destructivo.
Me quedé un par de minutos acurrucado contra el cadáver e incluso di unas cabezadas de sueño. En uno de estos pequeños despertares, vi a un nuevo espectador. Era el Cabezarroja, uno de mis amigos, que me observaba desde una distancia segura. Sentí una vergüenza instantánea y me paré con cautela, lentamente como un gato, preguntándome cuánto de lo ocurrido había visto. Como me miraba a los ojos, yo también lo miré y en un segundo salí arrancando.
Corrí a todo dar. Corrí hasta agotarme y seguí corriendo, escapando de la escena del crimen, escapando de Cabezarroja, de mi familia, de todos mis amigos, del mundo, de mí mismo y de las estrellas. Llegué hasta la orilla del río luego de trasponer un pequeño basural. Sin dudarlo, sumergí mi cara en el agua para ver si volvía a ser el mismo. No siendo suficiente, me sumergí entero. Estaba desnudo y las estrellas seguían mirando. Apenas creía lo que había sucedido, las cosas que yo mismo había hecho. Definitivamente yo ya no era el mismo. Si en esos minutos terribles crecí o me degeneré, no es algo que pueda responder todavía, lo cierto es que en menos de una hora había mudado de espíritu. No sé si fue algo que elegí o si fui objeto de las circunstancias, no sé, no sé.
Hoy vivo en la vegetación y los baldíos, ya casi no veo a mis amigos, mucho menos a mi familia. Me dan vergüenza, más ajena que propia, son unos miserables cómodos que no durarían una semana sin lamer los dedos de sus amos. Me alimento de bicharracos y de pasto y otras hierbas cuando el rastrujeo anda flojo. Duermo en pequeñas cavernas y con las orejas en alto. Los aullidos de madrugada ahora tienen más sentido que nunca. Me dicen que me asilvestré. Me dicen que soy lobo.
3 comentarios:
Que buen cuento, al principio pensé que eras tú, juajuaj, que terrible pensé, luego me di cuenta que era solo un perro y como que me pareció menos terrible aunque mas divertido. Al final incluso me pareció justo que mordiera a los abusones.
Increíble, mándalo a un concurso. :)
Está la raja
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