lunes, 31 de marzo de 2014

Walter Ohnen y el Molino Rahue: la subversión del logotipo

Una de las cosas características de vivir en Osorno, pero que pasa totalmente desapercibida a pesar de su virtual omnipresencia, es la harina Molino Rahue. Nuestras madres, tías y abuelas conocen la calidad de este producto, y este conocimiento lo heredamos quienes amasamos y hacemos pan en casa. Si vamos a otras ciudades, pocas veces tenemos la fortuna de encontrarnos con la tradicional A circulada en los estantes, debiendo resignarnos a usar Mariposa, Selecta, Tahona o marcas de supermercados.

Caja de fósforos. Imagen de juanjoines.
Precisamente es de este logotipo que trata esta historia. Es sabido que los símbolos cambian a través del tiempo, no solo en su apariencia física, sino en el sentido que comportan, muchas veces especificándose, adquiriendo un significado propio, emancipándose de su propósito expresivo original.

La A circulada del Molino Rahue no escapa a esta regla. Lo que hoy es un dibujo banal, en la década del treinta era el estandarte cotidiano del anarquismo que profesaba su creador, el viejo Walter Ohnen.

domingo, 30 de marzo de 2014

No somos nada

Hoy casi me atropella un ciclista. Yo iba a cruzar la calle, miré a un lado y no venir ningún vehículo, pero doy un paso y ¡fum! Su codo llegó a rozar la punta de mi nariz. Pensar que a esta hora podría estar con un TEC cerrado, un pie enyesado o algo peor, no quiero ni pensar... No somos nada.

El infortunio acecha a la vuelta de la esquina. En cualquier momento, un mal paso, una caída, una chispa, un error de cálculo, un tornillo, un bocado que se va por el camino viejo... No somos nada.

Un rato estoy cantando en la ducha, enjabonándome alegremente las presas, disfrutando el chorro tibio que me corre por la espalda, y en cosa de un segundo podría resbalarme, golpearme en la cabeza e irme a negro. Cosas así pasan todos los días... No somos nada.

Imagínate que a seis cuadras de acá, dos narcos se estén batiendo a tiros. Una bala se arranca, vuela libre hasta tu casa, sin tocar tu puerta, la atraviesa y te llega en el pecho, medio a medio en el esternón... No somos nada.

jueves, 27 de marzo de 2014

El chonchón (continuación)

[La primera parte, aquí]


II

El invierno se aproximaba, y la fecha ya estaba encima. Ya había reunido todas sus cosas y las había ordenado tal como el viejo había dispuesto. Además, se había retirado unos días antes al lugar de la ceremonia. Era un claro de un bosque aún verde, y que se humillaba con dignidad ante la fastuosa catarata que se erguía frente a él. La cercanía con el agua permitía al novicio entregarse al amparo del señor de las aguas inmediatamente después del rito, sin dar tiempo a los malos espíritus para que se apoderen de su alma, según decía el viejo.

El hombre se levantó ese día justo en el momento en que el creador pintaba nubes rojas sobre el acantilado con su pincel más grueso, y tuvo un infortunado presentimiento. Mientras escudriñaba el cielo, el viejo le tocó el hombro por detrás, y el hombre se estremeció. El anciano rió con picardía de su broma de maestro, y le dijo que había llegado la hora.

Comenzó con su ropa: sus ternos, sus zapatos, sus camisas, las diferentes corbatas que usaba según el día de la semana, según el ánimo o el clima. Incluso la humita que usó una vez para su casamiento. Todos sus trajes, chombas, pantalones de tela, calcetas y aun el ajuar de su esposa que había partido al encuentro del señor con mayúscula el año recién pasado. Todo eso lo apiló y le prendió fuego.

Una vez que las llamas agarraron confianza, el hombre les arrojó sus fotografías. Con decisión, agarró los álbunes familiares: matrimonios, vacaciones, bautizos, nacimientos y los echó a las fauces de la hoguera. Los recuerdos de papel se amuñaban mientras el hombre disimulaba sus lágrimas huérfanas con el humo de la pira.

Luego siguió con su dinero; las maletas se carbonizaban y liberaban al viento bandadas de papeles, los héroes de la patria aleteaban para escapar del humo y se sacudían en vano de las llamas que les chamuscaban los rizos y las medallas. No sólo volaban billetes, sino también letras de cambio, trámites por hacer, deudas por cobrar y por pagar. Los diplomas y reconocimientos también caían a las llamas para ser borradas del mundo, así como sus credenciales y carnés.

A continuación, se desvistió y echó al fuego lo que llevaba puesto. En ese mismo lugar, se arrancó los cabellos, y los abandonó a las llamas junto con la tijera que había utilizado para cortárselos. El fuego estaba más vivo que nunca, y no parecía satisfecho, pero eso era todo lo que tenía el hombre para ofrecerle. Ya se había devorado toda su vida, y a partir de entonces sería verdaderamente libre. Sin embargo, este pensamiento apenas podía luchar contra el temor que aquella mañana se había colado en su espíritu al observar las nubes al amanecer. Su cabeza divagaba entonces entre la fatalidad y la liberación, y esta riña se le notaba en su pulso descontrolado.

Tanta era su perturbación y su ansiedad, que el hombre comenzó a llorar. Gemía a moco tendido frente a la hoguera, al otro lado de la cual lo observaba el impávido anciano de ojos chispeantes. De pronto, y pese a lo poco que le dejaban ver las lágrimas, notó algo extraño en el semblante del viejo; su nariz se alargaba, sus ojos se separaban, sus orejas se achicaban. Es más, su pecho se hinchó y sus patas adelgazaron. El viejo extendió sus brazos y de ellos comenzaron a derramarse plumas largas y coloridas, que llegaban hasta el suelo y luego cubrieron el resto de su cuerpo. Eran alas de pájaro. Inmediatamente se le vino a la mente la escena de la cantina, pero esta vez era como si el tiempo estuviese volviendo sobre sus propias huellas, devolviendo la carne al ave que había sido condenada al fuego. 

Ya transfigurado, el viejo hizo un gesto indescifrable con la mirada, y emprendió el vuelo. Remontó la columna de humo que se iba haciendo más y más raquítica, y se mezcló con una bandada de aves que en ese momento cortaba el cielo en dos. Y en la tierra, el hombre seguía llorando como niño de pecho, desnudo, ante las ascuas moribundas de la fogata.

FIN

miércoles, 19 de marzo de 2014

El chonchón

I

Una tarde de diciembre, entre la navidad y el año nuevo, había un hombre sentado en un banco de la plaza. Tenía más de sesenta años, pero no los aparentaba. Las arrugas escaseaban en el rostro de este hombre que llevaba una vida de trabajo honrado y comida sin sal, además de una rutina que lo tenía en pie a las cinco de la mañana y lo acostaba no más allá de las diez de la noche –o de la tarde, según la estación. Pero las canas eran más porfiadas, y este hombre tenía el pelo completamente blanco, lo cual no restaba fuerza a las formas de su cara. Se veía un hombre serio y ecuánime, todo un miembro útil a la sociedad, pese a haberse jubilado unos años atrás.

El caso es que este hombre observaba a los adolescentes que se reunían alrededor de la pileta, veía cómo jugaban, cómo se besaban las parejas, cómo se reían de los transeúntes. Se entretenía en imaginar los sueños de esos jóvenes. Qué será de estos chicos en diez años más. O en cinco, si algunos ya tienen barba. Ay, Dios, cada vez crecen más rápido. 

Estaba mirando a una muchacha que arrojaba a su amiga al agua de la pileta, cuando se le apareció un viejo de frente a la escena. Lo primero que hizo tras reaccionar de su sobresalto, fue echar un vistazo de arriba abajo a la apariencia del anciano. Era flaco como un palo de escoba. Usaba un gorro amarillo de temporera bajo cuya visera brillaban unos ojos grises que titilaban como estrellas. Igual de débiles, igual de duraderas. Una barba nevada de una semana cubría su mentón prominente y sus pómulos se recogían como quien le da la última chupada al mate. Su camisa originalmente blanca comenzaba a mimetizarse con el bronceado de cantina, especialmente en el cuello. De las mangas no se podía saber, ya que lo cubría un abrigo azul y desgastado. Sus manos lucían uñas espesas y ribeteadas de tierra. Llevaba pantalón gris y bototos negros de colegial.

domingo, 16 de marzo de 2014

Diccionario Mapudungun - Español (recauchado)

Hace cosa de dos años publiqué en este blog una versión de mi diccionario mapudungun-español. Sin embargo, el documento que estaba alojado ahí ya está descontinuado.

Pero hoy, gracias a la magia del Dropbox, Ud. podrá acceder a la versión que voy actualizando periódicamente (es decir, cuando me topo con alguna palabrilla nueva o borro alguna acepción que era incorrecta).

Sobre algunas especificaciones de cómo elaboré este diccionario, véase mi posteo anterior.

¡Sí, solo por hoy!
¡Llame ya!
(O chántele un clic al wünhyelfe de acá abajo)


wünhyelfe

miércoles, 12 de marzo de 2014

Una de reyes

I

habia una vez
un reino lejano
un castillo de oro
coral y marfil 

una inmensa torre
apuntaba al cielo
alli dormian juntos
la reina y su rey 

su preciosa hija
la noble princesa
corria en los prados
como un colibrí

y el principe joven
de gallarda altura
cazaba en los bosques
al gran jabalí

todo era feliz
en este su reino
el cálido viento
soplaba en su sien

mas siempre esta el dia
que ni un rey espera
pues las nubes negras
caerian sobre él

domingo, 9 de marzo de 2014

Yo, el árbol

Anümka.
Símbolo textil mapuche que representa una planta.

     Por último os voy a hablar de los pintores francos, para que, si hay entre vosotros algún degenerado al que le gustara ser como ellos, le sirva de aviso. Bien, estos pintores francos pintan de tal manera las caras de sus reyes, sacerdotes, señores, e incluso señoras, que si miráis la pintura luego podríais reconocerles por la calle. De hecho, sus mujeres pasean libremente por las calles, así que ya podéis imaginaros el resto. Pero como si esto no bastara, han llevado el asunto más allá. No me refiero al proxenetismo, sino a la pintura...

     Un gran maestro franco y otro gran pintor iban paseando por un prado en la tierra de los francos hablando de arte y pintura. De repente se encontraron un bosque. El que era mejor pintor le dijo al otro: «Pintar según las nuevas formas requiere tanta habilidad que si reproduces uno de los árboles de este bosque cualquier curioso que viera la pintura y luego viniera hasta aquí debería poder diferenciar ese árbol de los otros si quisiera».

     Yo, esta pobre imagen de árbol que veis, le doy gracias a Dios por no haber sido pintado con semejante intención. Y no porque tema que de haber sido pintado a la manera de los francos todos los perros de Estambul me habrían tomado por un árbol auténtico y se me habrían meado encima. Sino porque yo no quiero ser un árbol, sino su significado.

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Fragmento de Me llamo Rojo, novela de Orhan Pamuk (1998).