viernes, 22 de marzo de 2013

El nombre de la muerte

La catástrofe era total. Cansados de intentar pararnos tras una noche entera de remezones sísmicos, permanecíamos sentados sobre el suelo, en silencio, desconcertados. En el tramo de una hora la oscuridad más espesa dio paso al alba, cuya luz permitió dar cuenta del desastre que solo habíamos podido imaginar a ciegas y con el resto de nuestros sentidos.

El sol comenzó a estrechar sus rayos por el entablado de nubes, mostrándonos que todo había sido peor de lo que pensábamos. Los edificios estaban caídos o en llamas, los cadáveres se quebraban en ángulos imposibles, grietas anchas cruzaban la ciudad de esquina a esquina. Ruinas, sangre, destrucción.

Las reacciones de los sobrevivientes no se hicieron esperar. Algunos lloraban y gritaban, otros gemían y temblaban, mientras que unos cuantos golpeaban y arrojaban lejos de sí piedras, tablas o cualquier cosa que tuvieran al alcance. Yo era de estos últimos y creo que agarré unos vidrios rotos o un palo en brasas, porque sentía ardor en las manos. No obstante, cualquier forma de catarsis resultaba insuficiente, pues en un momento mi cuerpo no dio más y caí sobre mis rodillas, apretando los dientes y con los ojos inundados por el trágico panorama.

Cuando creíamos que nuestro abandono no podía ser peor, vimos a una veintena de personas incorporarse, con la vista fija en un punto del horizonte roto. Más bien parecía que habían perdido la visión, prefiriendo quedarse en la oscuridad de la madrugada, cuando aún no dimensionábamos las huellas de la debacle. Tras quedarse un momento de pie, con los hombros relajados en actitud nirvánica, caminaban hasta el borde de las grietas que abrían el suelo aquí y allá, y se arrojaban al vacío.

Uno a uno avanzaban con pasos pulcros, como si una alfombra de hierba floreciera especialmente para mostrarles el camino. Ninguno de nosotros los detuvo. Solo observamos su marcha casi ritual, casi sacrificial, hacia el abismo. Los cuerpos caían hasta el fondo rebotando en golpes secos que, debido a una macabra arquitectura acústica y al silencio general, podían oírse con claridad.

Después de eso, los aullidos de agonía que lanzaban aquellas personas en el fondo de la sima. Cada estertor nos clavaba una espina en la pupila, y sus ecos multiplicaban nuestra conmoción, raspándonos hasta el último hilo del alma.

Entonces aprendimos el nombre de la muerte. Lo oímos en cada grito de aquella mañana, enseñándonos su forma y su sonido, picándonos la piel. El mundo devoraba a sus hijos, llevándose consigo una parte invisible de los sobrevivientes, y hasta el día de hoy me pregunto si aquello fue un castigo o un regalo, una lección hecha carne y que cargaremos en nuestros pechos al dormir y en nuestras manos al despertar.